La tierra infinita donde sopla el viento del sur. Allí, en el filo del mundo, las ráfagas recorren desde hace milenios un territorio inhóspito y generoso. Una sinfonía incesante que llega desde el Pacifico, remontando valles esculpidos por glaciares de una época lejana.
La tierra donde el viento es Kürüf en Mapudungun y Kosten en lengua Aonikenk. Un viento que acarrea historias y leyendas. Cuentos de gigantes trashumantes y fuegos misteriosos.
Viento de los atardeceres australes, que crea nubes deshilachadas y amorfas que se transforman en enigmáticos cielos de fuego, configurando el territorio de los crepúsculos más bellos del mundo.
La tierra de un viento que lleva la vida. Que dispersa semillas a cientos de kilómetros dando origen a agrestes arbustos que resisten desde hace millones de años, hijos de un continente extinto llamado Gondwana.
Viento de génesis. Corrientes de partículas de suelo arrastradas por las estepas que llegan al océano con hierro y nutrientes para el fitoplancton, creando oxígeno y una mágica metamorfosis que convierte lo inorgánico en orgánico, lo mineral en vegetal.
El territorio de ráfagas indescifrables, de tempestades aleatorias. Las mismas que provocaron casi mil naufragios entre el paralelo 40 sur y el Cabo de Hornos, creando los mares más indómitos del planeta en las puertas de la Antártida.
En la profundidad de esa tierra llamada Patagonia, las fibras de guanacos y ovejas ofrecen calor y refugio para estos gélidos vientos.
En esa inmensidad, los textiles de Ayma se agitan y ondean bajo el vaivén de las ráfagas australes. Cubren, protegen, abrazan, postulando así una antigua trilogía indisoluble en esta parte del mundo: el viento, el textil y el ser humano.